viernes, 23 de noviembre de 2007

maestro

Cormac McCarthy. La carretera. Mondadori. Traducción: Luis Murillo Fort. 210 pp.

A mediados de año Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933), dejó boquiabiertos a los críticos estadunidenses cuando aceptó ser entrevistado por Oprha Winfrey –su equivalente región cuatro podría ser Cristina Saralegui-, después de que la conductora pusiera su nueva novela La carretera, en su libro club. Según el conteo oficial esta fue apenas la tercera entrevista del escritor en su vida. Hace unos años el narrador estadunidense Jonathan Franzen, movió cielo y tierra, para que Winfrey sacara una de sus novelas de su club literario, argumentando que eso le quitaría lectores masculinos. Poses más, poses menos, McCarthy apareció en el programa más visto de la televisión y gringa y desde ahí habló de su obra más reciente, que por si fuera poco también presume de haber ganado el Premio Pulitzer de Novela 2007.
Dentro de un Estados Unidos derruido, un padre y su hijo viajan en busca de víveres, el triunfo será sobrevivir un día más. Sus pertenencias se reducen a unas cuantas cobijas y un carrito de supermercado. La travesía implica hurgar en casas desabitadas, para encontrar latas o botellas de agua, pero también escapar de ladrones o grupos que han optado por abastecerse de alimento mediante la antropofagia. El lenguaje de McCarthy es lacónico, profundo pero sin revestimientos dramáticos exagerados. Ante una prosa de este tipo, según Harold Bloom, comparable con el mejor Faulkner, no hay carga moral que valga. Sus diálogos tipo Beckett, tienen la contundencia suficiente para desnudar a los personajes:
“Nos vamos a morir
Algún día. Pero no ahora
Y todavía vamos hacia el sur.
Sí.
Para no pasar frío.
Así es.
Vale.
¿Vale qué?
Nada. Solo vale.
Duérmete.
Vale.”
Cualquier adjetivo sobra. Cormac McCarthy revisa la condición humana con rayos X. Sabedor de que su papel no es juzgar, sino apenas cuestionar y en el mejor de los casos exhibir, no hace parábolas sobre qué fue lo que pasó en su país, para como están las cosas podría haber sucedido cualquier cosa. ¿De qué sirve preguntarse cuando ya todo se perdió? Pero ahora en el escritor no todo es dureza. La novela está dedicada a John Francis McCarthy su hijo de ocho años, “el libro nació en un viaje a El Paso, Texas con mi hijo. Vi la imagen de unos fuegos en las montañas y todo lo demás destruido. Y comencé a pensar en mi niño”, dijo el escritor a Winfrey. En La carretera, la preocupación es evidente, “La oscuridad llegaba de nuevo y hacía mucho frío y volteó y fue a donde había dejado al chico y se arrodilló y lo rodeó con sus brazos y lo sostuvo”, narra el padre. Cormac McCarthy probablemente ha escrito su novela más apocalíptica, pero también una de las más bellas. El nivel al que lleva la relación padre-hijo estremece. No importa que el mundo se venga a bajo, siempre que existan este tipo de historias podremos decir, que no todo está perdido.

hay que leerlo

Edgar Omar Avilés. La noche es luz de un sol negro. Ficticia. 165 pp.

Hablar de escritores “jóvenes”, implica abrir una gama de interpretaciones. Para algunos, Jorge Volpi a sus treinta y nueve años, es todavía un autor joven; en tanto que otros ubican en esta categoría a los adolescentes que aún estudian y que sin rebasar los treinta empiezan a publicar. ¿Un hombre o mujer que publica su primer libro a sus cuarenta y cuatro primaveras es un autor joven? ¿Cuál es la frontera que divide al rango? No lo sé y no pienso entrar en esa discusión. Es más en el caso de Edgar Omar Avilés (Morelia, 1980), no hay tal controversia. A sus veintisiete años el narrador michoacano presenta su primer volumen de relatos, con algunos de ellos ha obtenido ya varios premios y becas. Cercano al género fantástico, el autor construye universos donde nada es lo que parece y el factor sorpresa es una constante. Cierto es que Avilés a veces recuerda a Bioy o a Borges, sin embargo, en cada relato existe una profunda indagación por encontrar una voz que luce en sus mejores momentos cuando reviste sus historias con una amargura barnizada por humor negro. “Cada noche se hasta donde me arrastrará el día venidero. Intento burlar una y otra vez, no lo consigo. Si esta escrito que perderé las llaves del departamento, estas, sin importar cuál se mi voluntad, se perderán”, cuenta en “La Burla”, el joven que ve como su vida está inscrita en un libro de autor anónimo. Para Avilés nada es fortuito, empezando por la estructura del volumen. La primera parte lleva por nombre Cuatro son las puertas, aquí los personajes parten de insatisfacción que los confronta con proyecciones desbordadas de ellos mismos. En “Mal de ojo”, el protagonista pide como deseo a una botella de cerveza –les puedo asegurar que esta es una práctica más común de lo que parece- que una parte de su cuerpo se rebele. Su petición se convierte en realidad y uno de sus ojos toma carretera para llevar una vida independiente. Un caso más extremo, “El extraño caso de Martha”, cuento donde una adolescente preñada por un pepino – imagine el tipo de bebé-. Dramático por si mismo es “Vida extra”, donde Pahko se juega la posibilidad de una segunda oportunidad para rehacer su miserable vida.
En el mismo tono, pero quizá más experimental en la forma es la segunda parte Insecto y alfiler. Edgar Omar Avilés lleva la concreción hasta los niveles de la minificción, con, en general, resultados favorables. Prueba de ello es “Acto final”: “Tras secarse el sudor con un pañuelo, la concurrencia presenció cómo se ahogaba, impedido para respirar. Fue así como se supo que no era un charlatán: el mago por descuido se había borrado la cara”. En su conjunto La noche es luz de un sol negro, es un compendio de historias donde predominan las realidades paralelas. En tanto que Edgar Omar Avilés es un auténtico autor joven, que más que prometedor, ya es una realidad.

la nueva de rivera garza

Cristina Rivera Garza. La muerte me da. Tusquets. 354 pp.

Advertencia. Quien busque una novela lineal y convencional, tendrá que abstenerse del nuevo libro de Cristina Rivera Garza (Matamoros, 1964). Si algo ha distinguido la obra de la escritora, es su capacidad de movimiento y experimentación. Una narración en distintos planos, así como una estructura fragmentaria, son ya, firma de la casa. Anteponer la estética a la historia, es un trabajo difícil. La mayoría de quienes apuestan por ello no pasan de ser desangelados preciosistas incapaces de conmover, incluso al lector más blando. Con Rivera Garza no es así.
Estamos ante un asesino serial. Cuatro son sus víctimas, todas hombres y todas terminan castradas. De casualidad, el personaje Cristina Rivera Garza se topa con uno de los cadáveres e informa a la policía. El caso es tomado por una detective y seguido por una periodista de nota roja. Las únicas pistas son los versos de Alejandra Pizarnik, que el victimario deja cerca de los cuerpos. En primera instancia, la narración retoma las atmósferas del thriller. Las piezas se mueven y en distintos momentos cualquiera puede ser culpable. La investigación abre un abanico de interpretaciones que consiguen hacer del lector un testigo confundido. Mas, Rivera Garza no se queda en ese terreno y hace de La muerte me da, un mosaico casi plástico, capaz de tomar distintas caras. Por un lado la reflexión sobre la violencia; pero en otro sendero se presenta un estudio sobre la literatura de Pizarnik, incluso aparece integrado el ensayo El anhelo de la prosa, escrito por la propia Rivera Garza y que gira alrededor del esfuerzo literario de la poeta argentina. Una vuelta de tuerca más, es el poemario La muerte me da, escrito por la detective de nota roja. Para este punto, el lector ya es parte de este juego metaliterario que exige concentración y por lo tanto complicidad. “El escritor: un forense que anota lo que sale de adentro./ El lector: el ministerio público que testifica los hechos./ (Una historia de amor)./ El olor a sangre sobre todo eso.”, escribe.
Reitero, lejos del estilismo vacío, Rivera Garza se sirve de la estructura para mantener la tensión y fortalecer a los personajes. Quizá ella y Mario Bellatin, sean los autores más pujantes y talentosos de su generación, en lo que ha experimentación literaria se refiere. Con La muerte me da, la escritora consigue una novela ambiciosa, tal vez demasiado ambiciosa por todo lo que encierra, no obstante es también uno de sus libros más consistentes.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

springsteen en vivo y todo calor

El Jefe está de regreso


A un día de Halloween, Los Ángeles alista su disfraz. Un sinnúmero de tiendas prometen la máscara de tu vida. Los trajes más demandados son los de Freddy Krugger y el de ahora su antagónico Jason, ambos protagonistas de las peores pesadillas estadunidenses, y también de una de las peores cintas que el cine de horror haya visto Freddy vs. Jason. Al este de la ciudad, el lado latino, ahí todavía hay espacio para algunas ofrendas, una calabaza con cuerpo de calavera de Posada, lo que antes era sincretismo ahora es globalización.
En la capital mundial de la ficción, Hollywood dix it, los incendios que hace unos días ocupaban las ocho columnas y grandes espacios en los noticieros, parecen corresponder a una película antigua. En las marquesinas, los Medias Rojas de Boston, campeones del béisbol, tienen lugar privilegiado. A su alrededor y entre una infinidad de notas que van desde la visita de Paris Hilton a Moscú, o la nueva de Hilary Clinton, hay espacio para anunciar el concierto de Bruce Springsteen en el Sports Arena. Magic es el nombre del nuevo cd, con que el artista ha vuelto a las andadas, tal vez su grabación más nostálgica en años, después de su tránsito por la militancia política, -en 2004 junto con artistas como Pearl Jam, Rem, Neil Young y John Fogerty realizó el Vote for change tour, para promover el voto por el demócrata John Kerry- y de su experimentación con canciones Pete Seeger, venerado cantante de protesta, en lo que los críticos bautizaron como folk and roll.
Cerca de las siete de la noche, los alrededores del estadio están infestados de autos, como buen mexicano pienso: “tráfico el del defe, con que poca agua se ahogan los gringos”. Boleto en mano, un negro de casi dos metros me pide que se lo venda, para que él a su vez lo venda una pareja. En taquilla, un fosforescente letrero de sold out confirma lo que ya se sabía. Quien quiera una entrada, tendrá que pagar por lo menos trescientos dólares a los revendedores. Por obvias razones en la tierra del consumo, la reventa es un negocio tan legal y honorable como cualquiera. A un costado de la entrada, tres limusinas se estacionan. Unos cuantos curiosos nos acercamos para ver bajar a alguna celebridad, que nos haga decir: “en el concierto también estaba fulanito de tal, él que salió en merengadita”. Pero nada, no baja nadie. Rumbo a la entrada, una revisión de rutina. Si bien en el boleto se lee “No cámaras”, deberían añadir en letra pequeña, al menos, “a la vista”, pues a lo largo de presentación, brotan sin discreción.
Son las ocho treinta, cuando las luces se apagan. Sobre el escenario cuatro encapuchados llevan un ataúd. Un reflector apunta a una mano que se alza del féretro, es Springsteen que acto seguido resucita agarrado de su guitarra. Un cliché, que sólo algunos explotan con tino, para entonces el público ya está de pie. Los primeros acordes de “Radio Nowhere”, revientan al son de un puro y duro rock. El músico es acompañado por la mítica e imponente E Street Band, nueve sujetos de envidiables cualidades.
Sin respiro el artista de New Jersey, hila una, dos, tres canciones, clásicos como “The ties that bind” y piezas nuevas “Livin’ in the future”, son motivos de baile. Un cambio de guitarra y un ademán son la señal para que el baterista Max Weinberg cambie de tema. Gran parte de la leyenda de Springsteen se sostiene en sus actuaciones en directo. El periodista español Diego A. Manrique, lo define así: “Son ceremonias torrenciales, celebraciones del poder social y físico del rock. Una comunión, que sugiere que el hombre de los vaqueros y la guitarra Fender podría ser uno de nosotros: nada que ver con la distancia impuesta por un Bob Dylan, mucho menos con la arrogancia burlona de un Mick Jagger”. En su país, el público de Bruce Springsteen, es adulto, a lo más un padre que lleva a su hijo, pero la gran mayoría rebasan los treinta años. Otra peculiaridad, es que la inmensa mayoría son blancos, apenas unos negros, orientales y todavía menos latinos. Pareciera que aún pesa sobre su espalda el estigma de la malentendida “Born in the USA”, que muchos tomaron como un himno gringo, cuando en realidad es una cruda y ácida canción sobre el país de las barra y las estrellas: “Nací en un pueblo de mala muerte/ la primera patada que recibí fue cuando caí al suelo/ Acabas como un perro al que le han dado demasiados palos/ hasta que pasas media vida cubriéndote”, reza el principio de la canción, que dicho sea de paso, no encuentra lugar esta noche.
Varias fechas anteceden al concierto en L.A. La banda parece llegar en uno de sus mejores momentos. La gente pide fiesta, y el compositor se la da. Histriónico como siempre, gesticula, baila a lo Elvis, interactúa, llegado el momento también pide silencio para que se escuche la armónica, una versión blusera de “Johnny 99” y canta: “Señoría, creo/ que estaría mejor muerto/ Y si se puede quitar la vida a un hombre/ por las ideas que tiene en la cabeza/ entonces ¿por qué no se sienta en esa silla/ y piensa en todo esto, juez, una vez más?/ Deje que me afeiten la cabeza/ y que me ejecuten una vez más”. A estas alturas Springsteen tiene un público más depurado, claudicaron aquellos que no le perdonan su simpatías demócratas. El resto se mantiene fiel a su causa, con ellos le alcanza para vender casi cuatrocientas mil copias de Magic en dos semanas y regresar a los primeros lugares. La primera hora y media de concierto concluye entre sudores y cánticos. Las luces se apagan con la catártica versión de “Banlands”. Los gritos de “Bruuuuce”, obligan a que el músico vuelva escena. Las luces del Sports Arena se encienden en su totalidad. El único encore de la noche dura cerca de una hora. Sin respiro, el artista encadena clásicos “Born to Run” y el hit de los ochenta “Dancing in the Dark”. En la biografía Bruce Springsteen on tour, el periodista Dave Marsh, es puntual cuando advierte que sus seguidores buscan el derroche energético de Springsteen antes que sus trabajos intimistas, lo cual produce sentimientos encontrados en el rockero. Aún así, en esta ocasión sede. Dos horas y media de concierto que concluyen con “American Land”, canción tradicional de mediados del siglo XX, que recuerda como que Estados Unidos es antes que nada un país de inmigrantes. En las tierras gobernadas por Schwarzennegger, Springsteen lanza un mensaje claro y la presentación llega a su fin. Por el cuerpo corre un calor energético que atempera el frío. Por los corredores, conocidos y desconocidos intercambian impresiones. A la salida, las limusinas siguen a la espera de su cliente, algún acaudalado que viaje en estos taxis, eso sí, de lujo