miércoles, 7 de noviembre de 2007

springsteen en vivo y todo calor

El Jefe está de regreso


A un día de Halloween, Los Ángeles alista su disfraz. Un sinnúmero de tiendas prometen la máscara de tu vida. Los trajes más demandados son los de Freddy Krugger y el de ahora su antagónico Jason, ambos protagonistas de las peores pesadillas estadunidenses, y también de una de las peores cintas que el cine de horror haya visto Freddy vs. Jason. Al este de la ciudad, el lado latino, ahí todavía hay espacio para algunas ofrendas, una calabaza con cuerpo de calavera de Posada, lo que antes era sincretismo ahora es globalización.
En la capital mundial de la ficción, Hollywood dix it, los incendios que hace unos días ocupaban las ocho columnas y grandes espacios en los noticieros, parecen corresponder a una película antigua. En las marquesinas, los Medias Rojas de Boston, campeones del béisbol, tienen lugar privilegiado. A su alrededor y entre una infinidad de notas que van desde la visita de Paris Hilton a Moscú, o la nueva de Hilary Clinton, hay espacio para anunciar el concierto de Bruce Springsteen en el Sports Arena. Magic es el nombre del nuevo cd, con que el artista ha vuelto a las andadas, tal vez su grabación más nostálgica en años, después de su tránsito por la militancia política, -en 2004 junto con artistas como Pearl Jam, Rem, Neil Young y John Fogerty realizó el Vote for change tour, para promover el voto por el demócrata John Kerry- y de su experimentación con canciones Pete Seeger, venerado cantante de protesta, en lo que los críticos bautizaron como folk and roll.
Cerca de las siete de la noche, los alrededores del estadio están infestados de autos, como buen mexicano pienso: “tráfico el del defe, con que poca agua se ahogan los gringos”. Boleto en mano, un negro de casi dos metros me pide que se lo venda, para que él a su vez lo venda una pareja. En taquilla, un fosforescente letrero de sold out confirma lo que ya se sabía. Quien quiera una entrada, tendrá que pagar por lo menos trescientos dólares a los revendedores. Por obvias razones en la tierra del consumo, la reventa es un negocio tan legal y honorable como cualquiera. A un costado de la entrada, tres limusinas se estacionan. Unos cuantos curiosos nos acercamos para ver bajar a alguna celebridad, que nos haga decir: “en el concierto también estaba fulanito de tal, él que salió en merengadita”. Pero nada, no baja nadie. Rumbo a la entrada, una revisión de rutina. Si bien en el boleto se lee “No cámaras”, deberían añadir en letra pequeña, al menos, “a la vista”, pues a lo largo de presentación, brotan sin discreción.
Son las ocho treinta, cuando las luces se apagan. Sobre el escenario cuatro encapuchados llevan un ataúd. Un reflector apunta a una mano que se alza del féretro, es Springsteen que acto seguido resucita agarrado de su guitarra. Un cliché, que sólo algunos explotan con tino, para entonces el público ya está de pie. Los primeros acordes de “Radio Nowhere”, revientan al son de un puro y duro rock. El músico es acompañado por la mítica e imponente E Street Band, nueve sujetos de envidiables cualidades.
Sin respiro el artista de New Jersey, hila una, dos, tres canciones, clásicos como “The ties that bind” y piezas nuevas “Livin’ in the future”, son motivos de baile. Un cambio de guitarra y un ademán son la señal para que el baterista Max Weinberg cambie de tema. Gran parte de la leyenda de Springsteen se sostiene en sus actuaciones en directo. El periodista español Diego A. Manrique, lo define así: “Son ceremonias torrenciales, celebraciones del poder social y físico del rock. Una comunión, que sugiere que el hombre de los vaqueros y la guitarra Fender podría ser uno de nosotros: nada que ver con la distancia impuesta por un Bob Dylan, mucho menos con la arrogancia burlona de un Mick Jagger”. En su país, el público de Bruce Springsteen, es adulto, a lo más un padre que lleva a su hijo, pero la gran mayoría rebasan los treinta años. Otra peculiaridad, es que la inmensa mayoría son blancos, apenas unos negros, orientales y todavía menos latinos. Pareciera que aún pesa sobre su espalda el estigma de la malentendida “Born in the USA”, que muchos tomaron como un himno gringo, cuando en realidad es una cruda y ácida canción sobre el país de las barra y las estrellas: “Nací en un pueblo de mala muerte/ la primera patada que recibí fue cuando caí al suelo/ Acabas como un perro al que le han dado demasiados palos/ hasta que pasas media vida cubriéndote”, reza el principio de la canción, que dicho sea de paso, no encuentra lugar esta noche.
Varias fechas anteceden al concierto en L.A. La banda parece llegar en uno de sus mejores momentos. La gente pide fiesta, y el compositor se la da. Histriónico como siempre, gesticula, baila a lo Elvis, interactúa, llegado el momento también pide silencio para que se escuche la armónica, una versión blusera de “Johnny 99” y canta: “Señoría, creo/ que estaría mejor muerto/ Y si se puede quitar la vida a un hombre/ por las ideas que tiene en la cabeza/ entonces ¿por qué no se sienta en esa silla/ y piensa en todo esto, juez, una vez más?/ Deje que me afeiten la cabeza/ y que me ejecuten una vez más”. A estas alturas Springsteen tiene un público más depurado, claudicaron aquellos que no le perdonan su simpatías demócratas. El resto se mantiene fiel a su causa, con ellos le alcanza para vender casi cuatrocientas mil copias de Magic en dos semanas y regresar a los primeros lugares. La primera hora y media de concierto concluye entre sudores y cánticos. Las luces se apagan con la catártica versión de “Banlands”. Los gritos de “Bruuuuce”, obligan a que el músico vuelva escena. Las luces del Sports Arena se encienden en su totalidad. El único encore de la noche dura cerca de una hora. Sin respiro, el artista encadena clásicos “Born to Run” y el hit de los ochenta “Dancing in the Dark”. En la biografía Bruce Springsteen on tour, el periodista Dave Marsh, es puntual cuando advierte que sus seguidores buscan el derroche energético de Springsteen antes que sus trabajos intimistas, lo cual produce sentimientos encontrados en el rockero. Aún así, en esta ocasión sede. Dos horas y media de concierto que concluyen con “American Land”, canción tradicional de mediados del siglo XX, que recuerda como que Estados Unidos es antes que nada un país de inmigrantes. En las tierras gobernadas por Schwarzennegger, Springsteen lanza un mensaje claro y la presentación llega a su fin. Por el cuerpo corre un calor energético que atempera el frío. Por los corredores, conocidos y desconocidos intercambian impresiones. A la salida, las limusinas siguen a la espera de su cliente, algún acaudalado que viaje en estos taxis, eso sí, de lujo

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